Inspirado en el tema “Viento antiguo”, de Inés Lolago y en mi propia historia personal.

Amaneció pero sus ojos seguían cerrados, cuando despertó le costó recordar todo lo que había acontecido hasta llegar allí. Como si se tratara de un parto, los recuerdos fueron iluminando lentamente su mente; se palpó de abajo hacia arriba y se reconoció salvo cuando llegó al cuello; la cruz que le colgaba ya no estaba en su sitio sino en el suelo, partida por la mitad. Decidió abandonarla, como quien suelta una pesada carga.

Comenzó a caminar hacia la salida de la cueva, lo hacía con pasos torpes de niño, pues sus pies pensaban cada paso y su cabeza andaba recuperando llantos y besos de su pasado.  

Una vez en el mundo exterior, sintió mucha sed, en la boca, en la piel y en el alma, sed de agua y de paz, sed de voz. Calmó su ansia en un lago, abrazó el agua como el bebé abraza a su madre por primera vez y se disolvieron dolores y guerras antiguas. 

Desde la orilla divisó una cabaña, se dirigió hacia ella, al llegar encontró la puerta entornada y se asomó; había una anciana frente al fuego, sin apenas retirar la vista de las llamas, le hizo un gesto invitándole a pasar, entró y se sentó sobre una alfombra. El espacio era circular, contenía apenas lo indispensable; tan solo un par de objetos parecía fuera de lugar: un arco y un carcaj con tres flechas.

Quedó perplejo observando el arco y el baile de su sombra sobre la pared cilíndrica, eran movimientos impredecibles, hipnóticos, todo un juego de líneas sinuosas, tan singulares que parecían escribir un lenguaje extraño sobre el adobe, un mensaje encriptado.

Sin percatarse, su cuerpo empezó a moverse como un péndulo, una suave danza sobre la tierra, impulsada por el fuego, las sombras del arco y su propio latido. Mientras, un canto de voz evocadora y alquímica lo sumergió en un trance profundo, oscuro… renovador. 

El canto se detuvo pero su cuerpo siguió oscilando un buen rato, la abertura de la puerta se llenó de sol que iluminó sus manos, su pecho y su rostro. Sintió fuego en su interior, como si la canción de la anciana continuara transformándolo, empoderándolo. Lentamente fue recuperando su estado ordinario y miró a su alrededor: la cabaña estaba vacía y la hoguera extinguida. 

Impulsado por esa nueva sensación, se incorporó y salió de la cabaña, recibió la compañía del viento, un viento viejo, que parecía cantar más que silbar. 

Tomó un pequeño cántaro vacío, se acercó al lago y lo llenó; anudó sus asas a una cuerda y se colgó el cántaro con la cuerda cruzando el pecho. Empezó a caminar, con pies de hombre, con mente despierta de hombre, con poder de hombre que hace milagros, acompañado por el viento antiguo, el sol hogareño, el cántaro lleno y la tierra amada.